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Lupa

 

El vino triste de la soledad

                                                                                               

a Mauro Clara

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   Era una tardecita soleada de otoño, entre abril o mayo. Dos amigos mantenían un diálogo sobre la azotea de un apartamento en la gran ciudad pero dentro de un barrio de casas bajas. La simpatía se olía en el aire, en las risas, en la luz tenue y tibia que los iluminaba poniéndose a su altura a una velocidad inminentemente lenta, en el humo que iba de mano a mano hermanando.

 

   -A ver si ahora que estamos viviendo juntos sale alguna de esas cosas que tanto planeamos en encuentros- ojaló F. mirando la hojarasca de las veredas, adormecido.

 

   -Creo que lo tuyo es la viola- sonrió tosiendo M.

 

   -Como lo tuyo el canto- retrucó la broma F. y ambos rieron.

 

   Sonó el timbre afónico dos veces: una, por función, y otra lúdicamente. Acto seguido y, con los últimos resplandores del día, A., con una guitarra en la mano, completó ese trío de locos afines que sonreían mientras se aliaba el añil de la noche a ese estar fuera de la maquinaria diurna y sus formalidades con los seres queridos allende la sangre: los amigos. El frescor subía como un manto al primer contacto con la piel y decidieron entrar al cuarto de F.

 

   Una portátil levísima iluminaba desde uno de los estantes de una biblioteca-escritorio que desbordaba de libros viejos y en cuya estructura se veían fotografías, garabatos y hasta frases adheridas. La luz daba al centro de la habitación, a su piso de baldosas púrpuras y doradas intercaladas una a una. Sobre un improvisado mueble montado con cajones de frutas que guardaba un centenar de discos de vinilo, un tocadiscos giraba el Animals de Pink Floyd y los perros invadían decidores su idioma. Bob Dylan sonreía en la pared desde el Nashville Skyline con el sol en su sombrero. También la tapa del disco Sansueña de Darnauchans bosquejaba un bosque rousseauniano; y, en otro rincón, las chimeneas del disco sonante fabricaban aún más esa penumbra tan grata. A. afinaba la viola concentradísimo. M. manipulaba un grabador de mano. F. cebaba amargos con un ojo en un libro de poemas de Quevedo y otro en el agua que hacía espuma verde y blanca en su mate al caer hirviente. Una mesa amontonaba libros, cuadernos, fotocopias, dibujos, tijeras, lápices, hojas sueltas que resumían los últimos retazos de algún proyecto y, entre este desorden –bastante ordenado aparentemente-, resaltaba una otra portátil, esférica, de color azul plateado, sin su bombita, puesta ahí como un adorno, acaso víctima de la negligencia en su inservibilidad involuntaria. Completaba el mobiliario del cuarto un ropero de color claro de dos cerradas puertas que contenían grabadas en tiza estas dos frases: “Ando solo en una multitud de amores” de Dylan Thomas, y “si no hay amor que no haya nada entonces alma mía no vas a regatear” de Indio Solari; en su techo, habían objetos minúsculos como trozos de vidrios erosionados, semillas, hasta el único que resaltaba: el guardabarros de una bici. En la pared que contenía la puerta hacia la azotea, también una ventana sin cortinas, protegida por los rombos de varillas grises, comunicaba el color y el calor, haciendo balanza entre el afuera y el adentro: aquel tan oscuro y gélido y el otro tan claro y cálido. Sólo tres sillas algo enclenques y muchos almohadones sin ton ni son en el suelo presagiaban algo de una reunión. Otra puerta daba a una escalera de madera muy acotada que llevaba hasta la cocina y la sala sin separar. Era el cuarto-altillo de un viejo departamento que levantaron especuladores gallegos con la suerte del apremio de criollitos del interior que se jugaban a un porvenir mejor en la metrópoli.

 

   Los tres amigos se estaban ahí, en esa magia disfrutando improvisaciones de viola A., otra viola M., y frases F.. Siempre fusionaban tan bien, como nacidas para la edición, perfectas hijas del momento, del encuentro, pero irrepetibles y, tristemente, indocumentadas. Mas, en ese vivirse, no pesaba esa categoría de la trascendencia y se vivía, ¡ahí sí!, en la eternidad. ¡Vaya a saber qué delirio los envolvía como a uno! Ellos lo supieron, saben y sabrán; aunque ya no lo puedan repetir. Sonó el timbre, una, dos, tres, hasta cinco veces. Traía cada timbrazo, a lo más, a un par de muchachos…

   

   En cierto incierto instante, el cuarto estaba repleto de personas, de amigos: D., el galán histórico del desencanto, V. la heroína del clarinete venida de los polos con sus ojos de hielo, J., el duque del tango y las narraciones ensalzadas e infinitas, B., Bufanda Roja, el histriónico vocalizador de todas las dudas y las fantasías, F.V. el histérico buscafaltas afectado de sus propias carencias y, ¡más aún!, por su talento, y MI., el filoso filósofo de la voz radial con su callada compañera. Cada uno –y hubo un par que faltaron- formaban ese grupo extraordinario que F. -el anfitrión- nunca soñó, desde su pasado tan distante en Costayala, pero que le parecían eso: Extraordinarios seres que estaban así, ahí, tan enramados en su existencia, en su humilde cuarto, sentados en una rueda y tan a gusto cada uno entre todos que sonreír era el primero de los verbos en la terminación “ir”.

 

   Tocaron una canción de Los Buitres “Ojos Rojos” que era de las del repertorio que “sabían todos” y terminaron a las risas “hasta que sienta tu voz”, casi desmembrando la original. V., de garganta insaciable y picante a esa hora, manifestó el sentir común de acompañar aquel encuentro con alguna bebida. Hubo un breve silencio que F. rompió con la declaración de que tenía un vino abajo y con la aplaudida (¡bien ahí!) recepción de dicha noticia. Se pusieron a conversar entre ellos, cada uno con quien tenía al lado, poniéndose al tanto tras tanto tiempo, o simplemente bromeando, ya suprimiendo la declaración de algo que, tarde o temprano, iba a suceder: el beber juntos.

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